Parece un musgo, pero vive 3.000 años: la llareta, el ser más longevo del Altiplano
Sobrevive donde casi nada crece. La llareta resiste el frío extremo, la radiación solar y la sequedad del Altiplano, formando cojines verdes que han visto pasar milenios.

A más de 4.000 metros de altura, donde el aire es seco, el viento corta y el sol parece más cerca, un tapiz verde cubre las rocas del Altiplano. De lejos parece un musgo o un liquen, pero en realidad es una de las plantas más sorprendentes y longevas del planeta: la llareta (Azorella compacta).
Esta especie, endémica de los Andes del sur de Perú, Bolivia, norte de Argentina y norte de Chile (especialmente en la Región de Antofagasta), ha aprendido a vivir en uno de los entornos más hostiles del mundo. Su aspecto compacto y su ritmo de vida casi inmóvil, la han convertido en un símbolo de resistencia biológica: apenas crece un milímetro al año, pero puede vivir más de 3.000 años.
Un ser milenario disfrazado de musgo
Aunque a simple vista parece una masa de vegetación sin forma, la llareta es una planta vascular de la familia Apiaceae, pariente del apio, el perejil y la zanahoria. Su arquitectura en forma de cojín denso está compuesta por miles de ramitas diminutas cubiertas de hojas resinosas, que crecen tan juntas que forman una superficie tan dura como la piedra.

Esa estructura única le permite resistir temperaturas bajo cero, fuertes vientos y una radiación ultravioleta que en el Altiplano es casi el doble que al nivel del mar. Algunos ejemplares pueden cubrir varios metros cuadrados y pesar más de una tonelada. Los estudios botánicos estiman que una llareta de 1,5 metros de alto podría tener más de 2.500 años, lo que la convierte en uno de los organismos más longevos de Sudamérica.
Adaptaciones extremas: cómo se sobrevive sobre las nubes
Vivir en el Altiplano no es para cualquiera. La llareta lo logra gracias a un conjunto de adaptaciones tan asombrosas como eficaces. Su forma de cojín compacta funciona como una coraza natural que conserva el calor y minimiza la pérdida de agua.

Durante el día, la planta acumula energía solar; por la noche, esa masa densa retiene la temperatura y evita que sus tejidos se congelen. Sus hojas diminutas, duras y resinosas están recubiertas de compuestos cerosos que reflejan parte de la radiación UV y reducen la evaporación.
A nivel fisiológico, realiza una fotosíntesis adaptada a las bajas temperaturas y a la intensa radiación. Es capaz de transformar la luz en energía incluso cuando el aire apenas supera los 0 °C. Estas estrategias hacen de la llareta un ejemplo extremo de cómo la vida puede persistir en los límites de la Tierra.
De combustible a símbolo de conservación
Durante siglos, los pobladores del Altiplano usaron la llareta como combustible. Su madera compacta y resinosa arde con fuerza, y su lento crecimiento hacía que pareciera inagotable.
Pero no lo era: hacia mediados del siglo XX, las poblaciones comenzaron a disminuir drásticamente, y muchas áreas quedaron prácticamente sin ejemplares adultos. Hoy, la llareta está protegida por ley en Chile (Decreto Supremo N° 68/1985 del Ministerio de Agricultura), y su recolección o daño están estrictamente prohibidos.

Investigaciones de la Universidad de Antofagasta y de la Corporación Nacional Forestal (CONAF) buscan evaluar su distribución, su tasa real de crecimiento y su potencial como indicador del cambio climático. En el Parque Nacional Lauca, el Salar de Surire y el Volcán Isluga, se están desarrollando programas de monitoreo y educación ambiental para proteger los ejemplares más antiguos.
Se ha descubierto que las llaretas más grandes actúan como microecosistemas, ofreciendo sombra, humedad y refugio a insectos, líquenes y musgos. El valor simbólico de la llareta va más allá de su longevidad: representa la resistencia silenciosa de la vida frente al tiempo, al clima y a la acción humana.